Llegué al lugar donde se encontraba el asno la noche anterior. Miré y no pude dar crédito a mis ojos: estaba ahí de nuevo. Completamente solo. Lo observé detenidamente, imposible no reconocerlo, era él sin duda. Su dueño, muy cerca, conversaba apaciblemente con un par de personas. Todavía no se había formado ningún corro a su alrededor. Los músicos no estaban, la representación aún no había comenzado. El burro estaba allí al igual que la noche anterior. El pellejo parecía, bajo un sol radiante, aún más raído que por la noche. Lo encontré más miserable, más famélico y más viejo todavía.
De súbito, sentí alguien a mis espaldas y es cuché unas palabras fuertes, pero que no comprendía, dichas al oído. Me di la vuelta y perdí por un instante de vista al animal. (...) Me volví de nuevo hacia el asno.
No se había movido de su sitio, pero sin embargo no era ya el mismo pollino. De entre sus patas traseras, sesgado, colgaba de pronto un miembro descomunal. Parecía más duro que el garrote con el que se la había amenazado la noche anterior. En el breve intervalo en el que me diera la vuelta, se había operado en el una prodigiosa transformación. No sabía lo que hubiera podido ver, oír u olfatear. Tampoco lo que le habría pasado por su cabeza. Con todo, esa miserable, vieja y débil criatura, ahora a punto de reventar, que sólo servía para diálogos insensatos; a la que se trataba peor que a un asno de Marrakesh, cuya exigua existencia era menor que nada; sin carnes, sin fuerza, prácticamente sin pellejo, aún poseía tanto deseo en su interior para que su mera estampa me liberase del efecto de su miseria. Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo cuánto quedaba de él cuando yo ya no veía nada. Deseo para todod ser atormentado semejante disposición en la desgracia.
Fragmento de Las voces de Marrakesh, de Elias Canetti (Valencia, Pre-textos, 2002; traducción y prólogo de José Francisco Yvars).