Llevar una apuesta estética hasta las últimas consecuencias entraña un riesgo que no todos los escritores están dispuestos a asumir. Consciente de que no puede ni debe dejar indiferente al lector con su último poemario, Árboles con tronco pintado de blanco (Pre-textos), Juan Antonio Bernier lo hace desde la archiconocida seguidilla de García Lorca que lo abre.
Con ella pretende, por un lado, dejar claro que este libro es fruto de una evolución lógica desde los principios estéticos planteados en Así procede el pájaro –editado hace siete años por la misma editorial–, por otro, reivindicar la importancia axial del símbolo a la hora de construir una poesía sencilla, esencial, que emplea una palabra depurada de los excesos a los que se ha visto sometida por algunos autores y que pretende indagar sin asideros firmes en la compleja interioridad de un “yo” fragmentado que experimenta, con inseguridad, las limitaciones del propio lenguaje al querer comprender el mundo que le rodea. Esta mirada es conflictiva en tanto y en cuanto el hombre ha perdido la seguridad de las verdades absolutas; por ello, el “yo” se diluye y es sustituido por el “aquí” (“Aquí: / noción aproximada sucedánea / de sujeto”), entendido como un punto de encuentro dialógico entre aquel, el lector, cuyo papel activo debe completar la percepción fragmentada que el poema le presenta, y la realidad en la que confluyen tanto el lector como la reproducción del mundo ofrecida por el sujeto. Y es en esta misteriosa intersección llamada baricentro donde juega un papel crucial el símbolo, pues a través de él se definen los tres vértices de este triángulo isósceles que es el poema, cuyas medianas son el propio lenguaje, que conforme avanza el poemario se reivindica no como un instrumento útil para acercarnos al conocimiento, sino como el conocimiento mismo: “Un brote del acorde del sentido / despierta sobre el campo. / La cara B de este paisaje / es un castillo de hiedra. / Un turista de hiedra / desenfoca su cámara; / le parece fenómeno / contribuir al noúmeno”.
Con ella pretende, por un lado, dejar claro que este libro es fruto de una evolución lógica desde los principios estéticos planteados en Así procede el pájaro –editado hace siete años por la misma editorial–, por otro, reivindicar la importancia axial del símbolo a la hora de construir una poesía sencilla, esencial, que emplea una palabra depurada de los excesos a los que se ha visto sometida por algunos autores y que pretende indagar sin asideros firmes en la compleja interioridad de un “yo” fragmentado que experimenta, con inseguridad, las limitaciones del propio lenguaje al querer comprender el mundo que le rodea. Esta mirada es conflictiva en tanto y en cuanto el hombre ha perdido la seguridad de las verdades absolutas; por ello, el “yo” se diluye y es sustituido por el “aquí” (“Aquí: / noción aproximada sucedánea / de sujeto”), entendido como un punto de encuentro dialógico entre aquel, el lector, cuyo papel activo debe completar la percepción fragmentada que el poema le presenta, y la realidad en la que confluyen tanto el lector como la reproducción del mundo ofrecida por el sujeto. Y es en esta misteriosa intersección llamada baricentro donde juega un papel crucial el símbolo, pues a través de él se definen los tres vértices de este triángulo isósceles que es el poema, cuyas medianas son el propio lenguaje, que conforme avanza el poemario se reivindica no como un instrumento útil para acercarnos al conocimiento, sino como el conocimiento mismo: “Un brote del acorde del sentido / despierta sobre el campo. / La cara B de este paisaje / es un castillo de hiedra. / Un turista de hiedra / desenfoca su cámara; / le parece fenómeno / contribuir al noúmeno”.
Por ello, Bernier ha adelgazado la anécdota del poema, reducido a mero apunte, a mera sugerencia, con la que intenta capturar una serie de sensaciones capaces de fecundar esta fértil “área de sol”. No en vano, suele hablarse del minimalismo como uno de los rasgos definitorios de su poética ("Volveremos a Delfos", "Perspectiva Nevski" o "Familia ciclista"), al que habría que añadir el cromatismo (como se observa tanto en el citado poema "Perspectiva Nevski" como en el magnífico haiku que cierra el libro: “Amarillean / porque el sol es azul / las hojas verdes”), la profundización en universos artísticos ya tocados por él como la música ("Nuestro poema" o "El poema de Fernanda") y la exploración de otros nuevos como la pintura ("Un relato pictórico causal") o la fotografía y el diseño ("Blank"), sin olvidar que, incluso en los poemas de inequívoco tono amoroso ("Anisa", "Un radiador bajo la ventana" o "No sé, quizás, supongo, pero"), en los que la anécdota es más evidente, recurre a una eficaz técnica cinematográfica o pictórica que lleva al lector a adoptar un papel activo al recomponer el sentido. Con todo, ni la sencillez ni la brevedad ni la depuración del lenguaje ni el minimalismo son el objetivo que pretende alcanzar el autor, sino la consecuencia de la búsqueda de la simple expresión, en la que se funden a partes iguales cuidado estético y pensamiento.
Reseña de Árboles con tronco pintado de blanco, publicada por Francisco Onieva en Cuadernos del Sur (número 1141, 28 de abril de 2012).
1 comentario:
Genial el libro, y muy acertada la reseña. Curro, me encantó el libro, y ahora lo comprendo mejor. Gracias compañeros.
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